La siega. 2 La memoria debida

A las nueve en punto, cual si cumpliese un horario escolar, la cosechadora aparece por lo alto del cerro más lejano segando y deslindando junto al camino de Pedrique. Cruza el camino y rodea la era. Desde mi posición privilegiada, entre la palmera y el almendro, la miro bajar hasta el arroyo dejando atrás su rastro polvoriento junto al girasol. Un rato después, un largo rato porque el grano no es abundante, la tolva está llena y se produce la primera descarga. La adelfa de flores rosáceas es testigo del acto.

Me subo a la máquina y desde la atalaya que es la cabina compruebo que el trigal clarejón confirmará las malas expectativas. No será este un año de media cosecha. Las escasas lluvias primaverales han castigado la esperanza de lo que fueron un otoño e invierno adecuados en lo climatológico. Asumo, con el estoicismo secular del campesino, que el destino está marcado por fuerzas superiores incapaces de controlar por los humildes humanos.

Va transcurriendo la mañana. Entrego al camionero los papeles para el transporte, pocos papeles porque habré poco transporte. He echado cuentas tras la primera descarga. Si al final del día llenamos cuatro o cinco camiones nos daremos por contentos… Bien está. No se puede ambicionar lo que no está al alcance de nuestras capacidades. Si el año pasado fue mejor es posible que el próximo también lo sea.

Al mediodía, cerca de las tres, decido ir a casa a refrescarme y descansar. Vuelvo a acordarme de mi padre cuando decía que siempre había que estar al pie del negocio. Seguramente se enfadaría con mi deserción temporal y transitoria de estar al pie del cañón, con mi descanso siestero. Seguramente se alegraría de ver que, seis años después de su marcha,  aquello por lo que él tanto luchó sigue rindiéndole homenaje en forma de recuerdo, en forma de otro tipo de cosecha como es la memoria debida.

Pasa la tarde, llega la noche, la siega se alarga hasta la última descarga cuando ya son cerca de las once de la noche.