Tras las lluvias de Semana Santa he vuelto a caminar por el pueblo y alrededores.
Me he asomado al Guadalquivir. Bajaba el gran río con abundante y sonoro caudal, no tanto como para amenazar desborde, pero sí arrastrando con energía el taraje y haciéndose oír con ese estruendo ronco que llevan las aguas que bajan algo desbocadas.
He caminado junto a la vía del ferrocarril y por La Traviesa. He visto otras consecuencias de la lluvia: los taludes adornados de jaramagos amarillos, petalosas margaritas y las flores violáceas de los cardos. Y sobre todo los charcos. En mi paseo he visto charcos en un arroyo por el que corrió el agua hace unos días, charcos de agua clara sobre rodadas de tractor, charcos imprudentes en algún parque.
Los charcos son esos viejos amigos de la infancia en los que uno chapoteaba con las bocas katiuskas, aquellas botas negras y a veces aborregadas en su interior que tan usuales eran en los inviernos lluviosos. Los charcos son la efímera herencia de la lluvia, sobreviven en caminos y parques, sobreviven cuando la tierra se encuentra ahíta de agua. Vuelvo a mi infancia… Entonces había más charcos, no había tanto asfalto ni se urbanizaba tanto. En algunas calles empedradas y terrosas se formaban grandes charcos en los que imaginábamos mares orientales y barcos piratas que asaltaban galeras con forma de cáscara de nuez.