La efímera herencia de la lluvia

Tras las lluvias de Semana Santa he vuelto a caminar por el pueblo y alrededores.

Me he asomado al Guadalquivir. Bajaba el gran río con abundante y sonoro caudal, no tanto como para amenazar desborde, pero sí arrastrando con energía el taraje y haciéndose oír con ese estruendo ronco que llevan las aguas que bajan algo desbocadas.

He caminado junto a la vía del ferrocarril y por La Traviesa. He visto otras consecuencias de la lluvia: los taludes adornados de jaramagos amarillos, petalosas margaritas y las flores violáceas de los cardos. Y sobre todo los charcos. En mi paseo he visto charcos en un arroyo por el que corrió el agua hace unos días, charcos de agua clara sobre rodadas de tractor, charcos imprudentes en algún parque.

Los charcos son esos viejos amigos de la infancia en los que uno chapoteaba con las bocas katiuskas, aquellas botas negras y a veces aborregadas en su interior que tan usuales eran en los inviernos lluviosos. Los charcos son la efímera herencia de la lluvia, sobreviven en caminos y parques, sobreviven cuando la tierra se encuentra ahíta de agua. Vuelvo a mi infancia… Entonces había más charcos, no había tanto asfalto ni se urbanizaba tanto. En algunas calles empedradas y terrosas se formaban grandes charcos en los que imaginábamos mares orientales y barcos piratas que asaltaban galeras con forma de cáscara de nuez.

Orugas y ranas

A veces la naturaleza ofrece visiones espectaculares como las que ven en las fotografías de arriba. Como si fuese el escenario de una película de terror o la metamorfosis invasora de un ser llegado de otro planeta, observo en mi caminata mañanera del domingo esa especie de telaraña blanca que cubre gran parte de algunas parcelas de tierra sin cultivar. Esa tierra, falta de labrantía y plaguicidas al uso, sirve para que sobre ella se extienda ese manto blanco del que sobresalen algunas hierbas más altas y vigorosas capaces de romper esa especie de sábana sedosa que cubre el suelo. Otras zonas, también cubiertas por el mismo fenómeno, aparecen negruzcas y las hierbas han perdido su verdor. Unas y otras están situadas en el lado sur de la carretera y de ellas salen cientos, miles de orugas negruzcas, procesionarias que atraviesan el asfalto gris de la carretera. Aunque parezcan deambular sin ton ni son, y muchas de ellas sean víctimas de los vehículos que transitan por la carretera y los caminantes que disfrutamos del sol mañanero, hay un gran número que han cruzado al otro lado, salvando la cuneta, y se las puede ver sobre el hormigón del canal que protege la vía férrea.

Dejo atrás ese espectáculo de la naturaleza (algo impactado, lo reconozco) y sigo caminando mientras observo el que fue mi colegio durante tantos años. Su imagen ha cambiado con el cubrimiento de una de las pistas deportivas. La cubierta descansa sobre coloristas columnas y la sombra que proyecta seguro que será bien recibida por alumnos y docentes cuando las temperaturas suban en primavera. Al otro lado de la carretera una fina lámina de agua desciende por el canal de la cuneta y cae, formando una pequeña cascada, en una especie de estanque cuadrado. Cuando me acerco a él veo saltar, desde el herbazal acuático, a numerosas ranas que hasta entonces llevaban una tranquila mañana al frescor de la sombra y el agua.

Entre tanta observación naturalista me doy cuenta que el tiempo se me ha pasado sin andar mucho y que tengo que volver para cruzar el viaducto y adentrarme en la urbanizada Villa. Lo tendré que hacer sin poder evitar el pisar algunas de las procesionarias que siguen cruzando la carretera en su particular migración.

Paseo bajo el sirimiri

Caía ayer un mini sirimiri (¡qué derroche de íes) pero decidí salir a caminar por el pueblo para estirar las piernas. Como el tiempo no estaba para muchos exteriores me encaminé por las calles evitando el centro. Apenas había nadie, alguna mujer mayor que salía de un comercio de alimentación y el cartero con su moto. Sí había innumerables casas vacías, edificios que tuvieron vidas en su interior y hoy muestran la desolación y el paso del tiempo en sus fachadas deterioradas, en sus ventanas desvencijadas por cuyas rendijas transitaba el aire frío de la mañana y el silencio de sus interiores.

Llegué casi al final del pueblo y el mini sirimiri persistía. Chaquetón y gorra eran suficientes para contrarrestarlo; no fue necesario el uso del paraguas. He usado punto y coma en la frase anterior, y ahora, mientras escribo, recuerdo que en aquel momento iba escuchando un podcast en el que los cómicos Buenafuente y Romero debatían sobre lo poco o nada que se usa ya ese signo de puntuación. Dijo Berto Romero algo que me pareció original: Yo sólo uso el punto y coma cuando la coma me sabe a poco.

En esas estaba cuando tomé camino a contracorriente del Guadalquivir, río manso que esconde su paupérrimo caudal entre los colores del otoño. Subí toda la Ribera de San Isidro Labrador, del que espero tenga a bien ampararnos este año agrícola a los que somos gente de campo, sin que tampoco en esa zona hubiese el ajetreo de gentes y vehículos de otros días. Y llegado a la altura del pabellón giré buscando mi barrio. Ya en él, me acerqué a la vía del tren para ver el paso de un largo convoy de vehículos militares. Impresiona ver pasar tal cantidad de carros de combate y otros vehículos acorazados camino, sepa Dios, de qué lugar o maniobra militar cuando se ha desayunado viendo en televisión vehículos similares creando muerte y destrucción en Gaza o en Ucrania.

Para desconectar de esa última imagen decidí fotografiar uno de los bancos más otoñales que debe haber en el pueblo. Ese que en días soleados me sirve de banco de lectura y que ahora muestra a sus pies una auténtica alfombra de hojarasca muerta, una moqueta de hojas que no hace mucho nos daban sombra y que ahora forman ese suelo pardo que se extiende a los pies del banco.

Tres testigos otoñales

Última caminata del «veroño»

Ayer por la mañana, con ropa de verano, di mi ultima caminata de este tiempo que llaman “veroño”, esta nueva estación que cada día tiene más identidad. Digo que fue la última porque los del tiempo (hombres, mujeres y aplicaciones) anunciaban lluvia y bajada de temperatura, es decir, la llegada del otoño casi un mes después.

Fue una caminata que tuvo aires de mundo rural poque me crucé con un tractor que arrastraba un remolque cargado con estiercol, dejando tras de sí el olor de otra época, y con un coche que arrastraba una batea en la que iba una de aquellas viejas zafras de latón en las que se guardaba el aceite del año. A todo ello le añado las señales que ven en la foto. Vi hace unos días unos guardias rurales con esos tablones de madera que llevan en la parte superior unas señales que, a veces, al caminante le cuesta identificar. Si en el mundo urbano el exceso de señalizaciones puede provocar confusión, parece que vamos por el mismo camino en este lugar que habito. Porque lo de la 3ª salida en la glorieta que ven al fondo puedo entenderlo, aunque necesario no es, pero qué diablos significa esa señal que han colocado al comienzo del viaducto.

Dejé atrás el olor a estiercol, la vieja zafra y las señales rurales y me adentré en el núcleo urbano caminando a orillas del Guadalquivir sereno, el río que también parece esperar la lluvia del otoño para renovar su lamina de agua, buscando la sombra de la arboleda ribereña y escuchando podcasts de Buenafuente, Romero y Ortega (que dicho así suenan a bufete de abogados) para entretener mi mente. Del podcast de este último me quedé con una frase: Las libretas son libros de escritores que no tenían nada que contar.

Caminata hasta el Puente de Hierrro, que ahora no es puente ni es de hierro

En este octubre cargado de sol y calor, en este otoño que sólo aparece en el calendario, doy una gran caminata alrededor del pueblo. Las hojas de los olivos muestran el dolor de la sequía, por las cunetas corren los fantasmas del agua de lluvia, sigue habiendo latas de cerveza espachurradas en los arcenes, los perros parecen ladrar con más fuerza y el sol se muestra con desparpajo frente a la Sierra Morena.

Decido escuchar un podcast para no pensar en las consecuencias nefastas de otro año de sequía mientras giro hacia el viaducto que ven en la foto. Unos segundos antes un gran camión ha bajado esa cuesta a tal velocidad que el rebufo ha intentado llevarme con él. De manera instintiva me he agarrado a la barrera metálica y he sentido en la palma de la mano que a esas horas de la mañana (las once) la temperatura quema la piel y los sueños de un cambio meteorológico. Cuando el camión de chófer impaciente está ya en la rotonda que queda a mi espalda me encuentro con la naturaleza invasora. El arbusto luce un verde descarado, impropio del relato que estoy escribiendo, un verde que parece llevar la contraria a todo esto de la sequía, el cálido otoño y las temperaturas que marcan récord. El arbusto invasor ha tomado el arcén peatonal y parece empujar al caminante al abismo de la calzada por la que puede aparecer en cualquier momento otro camión de rebufo absorbente.

Antes de terminar la caminata decido asomarme al otro lado del pueblo para ver las obras del Puente de Hierro. El puente, ahora mismo, no es puente ni es de hierro porque nadie transita por él y ha sido descabezado de su estructura férrea, ha perdido la corona que lo hacía reconocible desde la distancia. Las dos estructuras metálicas permanecen a pie de tierra, a la sombra de la gran grúa que volverá a colocarlas sobre el puente ampliado o lo que sea que llevan tantos meses construyendo.

Cartel con adversativa

Desde hace tiempo la cartelería institucional supera a la comercial. Antes, los carteles para vender cualquier producto inundaban calles, plazas, carreteras, etc. De un tiempo a esta parte son los carteles de las instituciones públicas los que informan, avisan, recomiendan, etc. al ciudadano. El último que he visto es el que observan en la imagen.

Han colocado en el parque del que disfruto a diario un cartel que lleva por título “Perros sí, pero…”. El uso de la conjunción adversativa, ese “pero” seguido de puntos suspensivos, siempre me deja a la expectativa. Me recuerda a quienes afirman tajantemente “Yo no soy racista, pero…”, “Yo no soy goloso, pero…”, etc. Cierto es que tras esas afirmaciones vienen las explicaciones. Y que esas explicaciones siempre vienen bien para despejar dudas y aclarar el panorama.

En el caso que nos ocupa, tras la concesión del espacio público ajardinado para humanos y perros, vienen las recomendaciones usuales para los dueños de los canes. Esas que todos sabemos, incluidos los propietarios perrunos, y que no todos cumplen. Y lo digo con conocimiento de causa pues tras la colocación del cartel he visto como hay quien incumple las tres recomendaciones que siguen a la conjunción adversativa. Afortunadamente no son todos y cada vez son menos. Quizás, a quienes no se den por aludidos por el cartel, a esos que parecen estar por encima del bien y del mal, a los que parece que no saben leer, habría que aplicarles otras medidas, sin posibles conjunciones adversativas. Pero…

Carteles a orillas del Guadalquivir

En la ribera del Guadalquivir han colocado unos carteles con mensajes animalistas: “Los animales tienen sentimientos”, “¡No compres! Adopta”, etc. Bien está.

Ya saben que en esto de los nuevos “ismos” (como el animalismo) no suelo entrar en polémicas porque hay gente muy concienciada, tan concienciada en sus ideas como poco receptiva a escuchar las de los demás. Pero no puedo evitar manifestar mi desacuerdo con dos de los mensajes expuestos.

En el primero de ellos mi disconformidad no está en la esencia del mensaje sino en la ortografía: “Las mascotas no son un jugete”. A ver, ¿cómo es posible que nadie haya evitado tal disparate? ¿Es que no había en el grupo concienciador ningún maestro, monitor de cultura, edil de educación, superviviente de la LOGSE, etc. que se percatase de tal desaguisado? Llamadme ortodoxo, antiguo, intransigente… Pero, ¿qué es un jugete? ¿Una dosis pequeña de jugo? ¿Cómo vamos a defender a las mascotas si no somos capaces de establecer una correcta comparación? ¿Son también estos animalistas unos abolicionistas ortográficos?

Mi segunda disconformidad sí es con el mensaje transmitido en la tablilla de madera: “Un ronroneo vale más que mil palabras”. Toda la historia de la evolución humana enterrada en el arenero gatuno. Uno de los grandes tesoros que posee el ser humano es su capacidad de comunicarse con el habla, con el lenguaje oral y el escrito. Pues bien, esa capacidad de comunicación a través de la palabra, capaz de expresar toda clase de sentimientos, resulta que ahora vale menos que un ronroneo gatuno, ese sonido que, por cierto, siempre me ha puesto algo nervioso. No; me niego a aceptar ese mensaje. Prefiero quedarme con aquello que dijo el escritor estadounidense Francis Scott Fitzgerald: “Puedes acariciar a la gente con palabras”.

PS. Al rato de publicar esta entrada me encuentro una noticia en Facebook en la que se dice que desde hace unas semanas están vandalizando estos carteles. Condeno esas acciones.

Casi un año después

Colocado sobre la tapia de un solar, el cartel ha visto pasar el tiempo. Vio los días primaverales, antes de que las obras comenzaran, antes de que el ruido de vallas metálicas y el martillo hidráulico despertasen al vecindario cada amanecer. Vio, también, llegar los calores estivales entre el ajetreo de la hormigonera y las baldosas de las aceras que los albañiles colocaban protegidos ya con sombreros de paja. Cuando la obra estuvo terminada, y los operarios municipales ya no acudían cada mañana, se mojó con las escasas lluvias otoñales. Y ahí seguía, sobre la pared áspera, cuando llegaron los primeros fríos y el invierno se colaba entre el Cerro Morrión y la Sierra Morena.

Casi un año después el cartel, con su información y sus coloristas logos, permanecía impasible al paso del tiempo. Era el testigo de la mejora que para el barrio supuso el arreglo de los acerados (visible para todos) y la mejora de alguna tubería en el subsuelo (invisible por su naturaleza subterránea). Ahí están los más de cien mil euros que costó la obra, desglosados según las entidades pagadoras. Ahí está la información completa, con número de expediente incluido, de los trabajos a realizar. Y, culminándolo todo, esos logos coloristas a los que antes me refería, los de las entidades que se ordenan de mayor a menor (Europa, Andalucía, Córdoba y Villa del Río) ¿Qué falta España? No, ahí está el SEPE (Servicio de Empleo Público Estatal) que es como si estuviese representada la nación, pero sin hacer patriotismo de bandera o logotipo.

Hace unos días, cuando volvía de recoger a mi nieta de la guardería, pasé junto a la pared y unos metros más adelante me detuve. Tuve una sensación extraña y me volví a mirar. Efectivamente, el cartel ya no estaba. Mi duda siempre es la misma en estos casos: ¿Quién decide que ese cartel hay que quitarlo? Y, sobre todo, ¿quién decide cuándo hay que quitarlo? ¿Se esperan a que el solar comience a ser construido? ¿A que pasen las elecciones que están siempre por llegar? ¿A que la tapia se venga abajo por algún temporal o el cartel sea arrancado en una noche de gamberrismo juvenil? No sé. Pero alguien ha decidido que, casi un año después, había que quitar el cartel.

Un naranjo viajero

Doy un paseo por los alrededores de casa. Dejó atrás el Parque Blanco (deberían ponerle ese nombre antes de que lo mal bauticen) y tomo la calle paralela a la vía férrea. Me gusta esa calle al atardecer porque es la encargada de recoger los últimos rayos de sol en este tiempo de días muy cortos. Cuando la calle se acaba, cerca ya de la estación me percato de algo en lo que nunca me había fijado a pesar de que ese lugar es habitual en mis paseos. Ahí lo ven.

Al contrario del resto de naranjos que se mantienen rectos a lo largo de la calle, los dos que ven en la imagen, sobre todo el más cercano, han perdido su enhiesta y rectilínea figura. El tronco de ese naranjo se inclina hasta tal punto que parece escapar del cuadrilátero de tierra que le han dejado en el acerado enlosado. Se inclina tanto que el follaje se deja caer sobre la valla que nos separa, a él y a mí, del mundo de trenes que van hacia el norte y hacia el sur. Algunas ramas y hojas traspasan incluso esa barrera tratando de ir más allá, intentando alcanzar quizás uno de esos trenes a los que ven pasar cada día con viajeros que los miran indiferentes a través de las ventanas de los vagones casi vacíos la mayoría de los días y casi llenos los viernes y domingos por la tarde.

No sé dónde leí que hay expertos (hoy día hay expertos de todo) que dicen que los árboles tienen sentimientos, que en los bosques se abrazan para darse protección entre ellos, que los más jóvenes ceden parte de su entorno a los mayores para que estos sigan viviendo… Mientras observo al naranjo de la imagen pienso en todo ello y me sumo a esas teorías. Ese árbol está expresando un sentimiento, su deseo de marcharse del lugar en el que le tocó vivir y ver otros mundos. Ese sentimiento no le vino por genética sino por sus circunstancias vitales, por haber sido plantado ahí, junto a la estación de tren, lugar de salida hacía otros mundos. Ese naranjo quiere ser un naranjo viajero.