Alguna vez he comentado en esta Girola que una de las experiencias más horribles que puede sufrir una persona es la pérdida de un hijo. Afortunadamente, no es un hecho habitual. Sobre este asunto recuerdo un par de lecturas que trataban, en su totalidad o en parte del libro, la pérdida de un hijo. Lecturas de las que dejé reseñas aquí: Mortal y rosa (Francisco Umbral) y Diario de otoño (Salvador Pániker).
En el libro que leo ahora, Vivir con nuestros muertos (Delphine Horvilleur) también aparece este asunto. Y con él la falta de una palabra para nombrar esa circunstancia: En francés, como en la mayoría de lenguas, no existe un término que designe a quien ha perdido un hijo. Perder a uno de tus progenitores te convierte en una persona huérfana y perder a tu cónyuge en una viuda. Pero ¿qué se es cuando un hijo desaparece? Es como si, al evitar nombrarla, la lengua creyera poder descartar la experiencia, como si por superstición nos asegurásemos de no hablar de ello para no arriesgarnos a provocarlo.
En la lengua española tampoco existe. ¿Estamos esquivando el riesgo de vivir esa situación al no ponerle nombre a ese dolor tal como insinúa la autora? No debe ser así porque tomar la actitud del avestruz, esconder la cabeza para evitar el peligro, no soluciona nada. Y menos cuando se trata con la muerte.
Curiosamente, esa carencia no se da en todas las lenguas. Nos lo cuenta la autora del libro: En hebreo, sin embargo, ese término existe. Un padre que pierde a un hijo se llama shakul, palabra casi imposible de traducir. Está tomada del registro vegetal y designa la rama de la vid cuyo fruto ya se ha vendimiado. Me parece una imagen perfecta, la rama que pierde su fruto es el padre que pierde a su hijo, es el vacío que llega de manera instantánea e irreversible, es el dolor profundo de la mutilación, la pérdida de la cadena de vida que se rompe de manera abrupta…