Shakul, palabra de un dolor que no tiene traducción

Alguna vez he comentado en esta Girola que una de las experiencias más horribles que puede sufrir una persona es la pérdida de un hijo. Afortunadamente, no es un hecho habitual. Sobre este asunto recuerdo un par de lecturas que trataban, en su totalidad o en parte del libro, la pérdida de un hijo. Lecturas de las que dejé reseñas aquí: Mortal y rosa (Francisco Umbral) y Diario de otoño (Salvador Pániker).

En el libro que leo ahora, Vivir con nuestros muertos (Delphine Horvilleur) también aparece este asunto. Y con él la falta de una palabra para nombrar esa circunstancia: En francés, como en la mayoría de lenguas, no existe un término que designe a quien ha perdido un hijo. Perder a uno de tus progenitores te convierte en una persona huérfana y perder a tu cónyuge en una viuda. Pero ¿qué se es cuando un hijo desaparece? Es como si, al evitar nombrarla, la lengua creyera poder descartar la experiencia, como si por superstición nos asegurásemos de no hablar de ello para no arriesgarnos a provocarlo.

En la lengua española tampoco existe. ¿Estamos esquivando el riesgo de vivir esa situación al no ponerle nombre a ese dolor tal como insinúa la autora? No debe ser así porque tomar la actitud del avestruz, esconder la cabeza para evitar el peligro, no soluciona nada. Y menos cuando se trata con la muerte.

Curiosamente, esa carencia no se da en todas las lenguas. Nos lo cuenta la autora del libro: En hebreo, sin embargo, ese término existe. Un padre que pierde a un hijo se llama shakul, palabra casi imposible de traducir. Está tomada del registro vegetal y designa la rama de la vid cuyo fruto ya se ha vendimiado. Me parece una imagen perfecta, la rama que pierde su fruto es el padre que pierde a su hijo, es el vacío que llega de manera instantánea e irreversible, es el dolor profundo de la mutilación, la pérdida de la cadena de vida que se rompe de manera abrupta…

El santo del dedo extendido

Leyendo “Nunca fuimos más felices” (Carlos Marzal), un libro que trata sobre todo lo relacionado con el fútbol, el autor hace una digresión en la que acaba hablando de la pantalla de un cine de verano. De la pared que sirve de pantalla del cine, escribe: Encima de la pared frontal hay una estatua de un santo con el dedo extendido, sobre una columna, como la estatua de Colón en el puerto de Barcelona. Tampoco voy a averiguar qué santo es, para que el asunto sea más ecuménico.

Al autor no le importa saber qué santo es el que aparecía en aquel singular lugar. A mí sí. Son esas cosas que me suceden cuando estoy leyendo; hay detalles que no puedo dejar pasar sin más. Y este del santo con el dedo extendido es uno de ellos. ¿Por qué? Porque del santoral reconozco a un santo con esa peculiaridad: san Pancracio. No sé si habrá otros, como dice el autor: tampoco lo voy a averiguar, pero que san Pancracio tiene un dedo extendido lo tengo muy claro.

Este santo es conocido popularmente porque atrae la buena suerte en los hogares y en los juegos de azar. Para el primer caso se le solía acompañar con un ramito de perejil y para el segundo (o al revés, recuerden que todo esto son leyendas populares) se le colocaba una de moneda de 50 céntimos de peseta (dos reales, creo recordar que se llamaban), moneda que tenía un agujero en la parte central, y que se colocaba en el dedo índice, el dedo extendido del santo. No sé todo esto porque sea un experto en el santoral y en toda la mitología que le rodea sino porque mi santa siempre ha llevado un san Pancracio, con su dedo tieso, su perejil y sus dos reales, a cada casa en la que hemos vivido. Y uno de ellos seguimos teniendo en casa.

Los aficionados del Betis también escuchan música clásica

Hay diversos motivos para abandonar la lectura de un libro: la prosa se te hace pesada, el argumento no es lo que esperabas, las descripciones son demasiado extensas, etc. Puede ser también porque en él se viertan opiniones que, aunque sean argumentadas, chocan de manera explosiva con tu parecer sobre tal o cual asunto. Y si esas opiniones no son argumentadas, sino que simplemente se enuncian sin más, doble motivo para darle carpetazo. Cierto que ello suele suceder más cuando lees, por ejemplo, un ensayo y no una novela. Pero, en la ficción también ocurre porque los protagonistas salidos de la imaginación del autor hay veces que se dedican más a opinar que a narrar.

Algo de esto último me ha sucedido leyendo “Nadie contra nadie” (Juan Bonilla). Concretamente en el siguiente párrafo: María no llegó a ir al Teatro de la Maestranza, y yo me quedé adormilado escuchando piezas de Bach, Beethoven, Schubert y una insólita interpretación de un chico rubio del himno del Sevilla FC que  fue ovacionada (todo el mundo sabe que los aficionados del otro equipo de la ciudad, el Betis, nunca van a escuchar música clásica).

A ver, ¿qué necesidad tenía el autor de poner en boca del protagonista esa última frase entre paréntesis?  ¿A qué viene esa falacia de la afirmación gratuita? Dar por hecho que los béticos no escuchan nunca música clásica deja un tufillo de clasismo musical y puede ser tan verdad como decir que los aficionados sevillistas prefieren la Mahou a la Cruzcampo.

Por cosas como esa, este lector, aficionado bético y cruzcampero, bien pudo haber dado por concluida la lectura del libro en ese momento. No sucedió así porque la historia era entretenida y se movía en un buen empedrado de humor, ironía y disparate. Y, además, porque uno tiene sus gustos, pero no es un radical.

Chándal de vestir

En invierno suelo vestir con chándal la mayoría de los días. Es una prenda cómoda, calentita, fácil de poner y de quitar, sencilla porque te evita botonaduras, cinturón, etc. Tengo algunos chándales para estar en casa (suelen ser los más usados), otros para cuando salgo a andar por los caminos (a veces son los mismos) y otros para ir al banco, e incluso al médico, lugares estos a los que antes no iba sino era con camisa, jersey y pantalón de vestir.

Viene todo esto a cuento de que en el libro “La muerte contada por un sapiens a un neandertal (J.J. Millás y J.L. Arsuaga) el escritor cuenta que un día fue a la sección de ropa deportiva de un Corte Inglés y pidió a la dependienta “un chándal de vestir”. A lo que la empleada le contestó que el sintagma «chándal de vestir» era un oxímoron… Y añadió que tal petición: es una contradicción en los términos. Por lo visto, la dependienta, además de cumplir con esa labor, era filóloga y es por ello que se expresó con tanta precisión.

Ante tan categórica afirmación recordé lo que al principio escribía y pensé que no estaba de acuerdo con la filóloga dependienta porque al chándal con el que voy al médico o a consultar a mi gestor financiero bien podría llamarlo mi “chándal de vestir”, ése que reservo para determinadas ocasiones a las que no puedo presentarme vestido de cualquier manera.

Es curioso todo esto de las costumbres en el vestir porque antes, y antes es no hace tanto, incluso sigue siéndolo ahora, se tenía muy en cuenta cómo debería ir uno vestido según el lugar al que ibas, la persona con la que te entrevistabas o el acontecimiento al que asistías. Y, aunque las costumbres y las modas se han relajado en ese aspecto, siguen conservándose unos límites. Por ejemplo, en todo esto que estoy contando, voy con chándal de vestir a una entrevista con mi asesor financiero en la oficina del banco del pueblo, pero si esa misma entrevista se tiene que realizar en la oficina del banco en Córdoba ya no lo hago así, dejo atrás el chándal, aunque se “de vestir”, y algunas veces incluso me pongo una chaqueta para acompañar a la camisa y al pantalón. Parafraseando al gran Rosendo: Maneras de vivir, maneras de vestir…

Otra Dunia

Ya he escrito aquí en alguna ocasion sobre la singularidad de los nombres de mis tres nietas, nombres poco usuales en el registro civil de los recién nacidos en este país.

Del nombre Dunia sólo sé que una señora, abuela, me contó un día en la playa que tenía también una nieta con ese nombre. De Atenea sé que hay, creo, una jugadora en la selección Española de fútbol y, aunque es nombre más popular por aquello de la diosa griega, no conozco a ninguna Atenea más de carne y hueso. De Briana sé del personaje que aparece con ese nombre en la serie Outlander, y nada más.

Así llevo ya más de seis años, los que tiene la mayor. En ese tiempo no me había encontrado con ninguna mujer más (sea de la edad que sea) en la vida real ni en la imaginaria (películas, novelas, etc.) con esos nombres. Hasta hace unos días.

Leyendo “La carta” (Raúl Guerra Garrido) me encuentro con lo que sigue:

—A propósito de las pelas. He visto el abrigo en Sanfor y quisiera comprármelo. ¿Te acuerdas del modelo de Dunia? Pues exacto.

De esa Dunia que aparece ahí no sabemos más en toda la novela. Es solamente un personaje citado, sin más. Pero a mí, lógicamente, me llamó la atención. Y más aún cuando la novela fue publicada en 1990 y está ambientada en el País Vasco de los primeros años de la Transición (ese “pelas” refiriéndose a las antiguas y desaparecidas pesetas así lo confirma). Y si ahora el nombre de Dunia sigue siendo poco habitual me imagino que en aquellos años, los ochenta del pasado siglo, lo sería aún más. De ahí mi curiosidad: ¿Por qué usaría tal nombre el autor en lugar de uno más habitual y propio de aquella tierra… Edurne, Ainoa, etc?

No des que hablar

Leo “Una historia ridícula” (Luis Landero). Hay un momento en el que el protagonista cuenta que su padre, antes de morir, le dio un consejo, el único consejo que le dio en la vida: «No des que hablar».

Es uno de esos consejos que los padres de antes daban a los hijos. Me refiero a la generación de mis padres, aquellos que vivían en una España oscura, una sociedad muy reprimida por el poder político de la dictadura y por lo que entonces se llamaban los “poderes fácticos”. En aquella España “de orden” uno tenía que comportarse de manera adecuada a las costumbres sociales de entonces, uno tenía que vivir dentro del orden que esas autoridades y esas costumbres dictaban. Y en esa manera de vivir uno escuchaba los consejos de los padres: No llames la atención, no des que hablar, pasa desapercibido y no te presentes voluntario a nada, trata de estar siempre en tu sitio, que nadie tenga que decirme a mí que tú… Y uno sabía perfectamente todo lo que esos mensajes transmitían, unas veces de manera directa y otras de manera subliminal, uno sabía “estar en su sitio”.

Qué lejos quedó todo aquello. Hoy se piensa todo lo contrario. Vuelvo al protagonista de la historia: “… a mí me parece un buen consejo, y he procurado seguirlo a rajatabla, frente a los usos actuales, donde cada cual, tanto en las redes sociales como en la misma vida privada, lo que busca precisamente es dar que hablar.”.  Así es. Hoy hacemos lo posible para que hablen de nosotros. Tú lo haces escribiendo cada día y apareciendo en el escaparate público de La Girola. Eso podría decir de mí el protagonista de la novela. Y en cierta manera no le faltaría razón. Aunque bien saben quienes me conocen que no es esa mi intención (la de “dar de hablar”, me refiero) cuando cada día dejo aquí unas líneas escritas. Eso sí, si mi padre estuviese leyendo esto, seguro que me diría: Cuida bien lo que escribes y no te metas en líos. Y en ello estoy.

Estevado y encorvado

Leyendo “A lo lejos” me encuentro la siguiente frase: El nadador desnudo habría sido incluso más alto si no fuera tan estevado. No sé por qué siempre había pensado que “estevado” era esa persona que anda un poco encorvada. La frase anterior confirmaría esa creencia porque si el nadador no hubiese sido estevado (encorvado) hubiese sido incluso más alto. Porque andar encorvado es andar con la espalda ligeramente inclinada hacia adelante y con los hombros caídos. Así lo he pensado siempre. No tengo que ir muy lejos para confirmarlo: Yo mismo suelo andar algo encorvado. Mi santa me dice de vez en cuando que me estirace al andar, que “vas a crear chepa”.

Bien, sigo leyendo y la frase anterior continúa así: Pisando nada más que con la parte exterior de las plantas de los pies, como si caminara sobre piedras afiladas, inclinado hacia delante y meciendo los hombros para conservar el equilibrio… Esto ya me hace dudar. A ver si estevado no tiene tanto que ver con la columna que se inclina hacia adelante (que también) como con los pies y las piernas. Ante la duda, Diccionario de la RAE. Estevado: Que tiene las piernas arqueadas a semejanza de la esteva, de tal modo que, con los pies juntos, quedan separadas las rodillas.

Mi creencia de que estevado era lo mismo o parecido que encorvado era un error. El estevado es aquel vaquero que en las viejas películas del Oeste se bajaba del caballo y tenía aquellos andares tan peculiares con sus piernas arqueadas. O algunos futbolistas que muestran esa misma característica física. Quizás mi error viniese al pensar que encorvado viene de corva: Parte de la pierna, opuesta a la rodilla, por donde se dobla y encorva. Esa parte a la que se refiere mi santa cuando le hace un arreglo a un vestido y al probárselo me pregunta si está lo suficientemente largo para que no se le vean las corvas. De todo esto, me quedo con la aclaración de mi error: no es lo mismo estevado (de piernas arqueadas) que encorvado (que se inclina hacia adelante al caminar). Y que puede que haya (yo no lo he visto) quien reúna las dos condiciones.

Oír los gritos y escuchar los susurros

La edad, esa piedra que cargamos desde que nacemos y que, engañando su cualidad de materia inerte, va aumentando de peso con el paso de los años, nos va modelando el cuerpo según la carguemos sobre la cintura, como cargaban las viejas gitanas a sus churumbeles, o la carguemos sobre la espalda, lo que nos hace doblar la cerviz mientras recortamos hojas del calendario. Y no solamente el cuerpo, también la mente, los sentidos y los sentimientos, las posturas morales, los posicionamientos éticos, la visión de la vida que va quedando cuando esta es más corta que la ya vivida.

La edad, el hacerse mayor, muy mayor… Cuántas veces hemos escuchado a los mayores decir que recuerdan su infancia mucho mejor que lo que hicieron ayer. Cuántas veces escuché a mi madre contar con detalles su vida durante la Guerra Civil y no recordar el guiso que había apañado la semana anterior. Y todo ello sin enfermedad ni demencia senil, sólo con el peso de la edad.

Viene todo esto a cuenta de que leyendo “El mago. La historia de Thomas Mann” (Colm Tóibín), Katia, la esposa del gran escritor alemán, dice: Creo que, a medida que me hago mayor, oigo los susurros mejor que los gritos. Escribía antes sobre la memoria, ese desfase de recordar el pasado muy lejano y no el pasado reciente, pero nunca había pensado en este otro rasgo de “la edad”: el del oído. Con la edad se pierde capacidad auditiva, es un hecho físico, orgánico, en cambio a Katia le sucede lo contrario. Quizás sea una gran metáfora, no lo sé, quizás con la edad pongamos menos atención a los gritos que a los susurros (a mí me está pasando ya) y por ello oímos, pero no escuchamos, a quienes gritan a nuestro lado, pero sí escuchamos sin dificultad alguna a quienes susurran un poco más allá porque entendemos que en ese tono de voz están comunicando algo que nos interesa saber, algo más interesante que los que andan vociferando sin nada que decir.

Lugares de Alemania cuyo nombre acaba en münde

Leyendo “El mago. Historia de Thomas Mann” (Colm Tóibín) me entero que el gran escritor alemán, nacido en Lübeck, veraneaba cuando era un adolescente en la ciudad báltica de Travemünde, un pueblo cercano a la ciudad natal del escritor.  Y pienso: ¿Me suena ese nombre? Sería allí donde hizo una escala el crucero que hicimos hace ya unos años. Consulto mis escritos de aquel viaje, los que titulé Crónicas vikingas, y resulta que no. El lugar que visité no fue Travemünde sino Warnemünde, barrio costero y balneario de la ciudad de Rostock. Llamé a aquella visita Warnemünde: ciudad del viento. Ya pueden imaginarse el porqué. Mientras vuelvo a releer aquello que escribí hace más de siete años pienso que me hubiese gustado que el barco hubiese hecho escala en la ciudad de veraneo de Thomas Mann, aunque tampoco estuvo mal aquella visita a Warnemünde.

Todo esto, y mi primera confusión, viene por las terminaciones de ambos lugares: münde. Pienso que debe ser una terminación habitual en Alemania. Busco en Internet y así es. Münde significa desembocadura y los lugares que llevan esa terminación hacen referencia a pueblos o ciudades en los que desemboca el río que le antecede en el topónimo. Algo parecido a lo que hacemos aquí en los nombres de pueblos y ciudades por los que pasa un río: Villa del Río, Castro del Río, etc.

La música que emana de los libros

Les comentaba hace unos días sobre una de esas preguntas que el personal deja caer en redes sociales y qué raramente suelen interesarme. Aquella sí lo hizo: Si vivieras en el libro que estás leyendo ahora, ¿dónde estarías? Esa era la pregunta; y mi repuesta fue: Pues hace unas páginas (hace un rato) estaba en Lübeck; ahora estoy en Múnich. Aquella respuesta se ajustaba a lo que entonces leía: El Mago. La historia de Thomas Mann (Colm Tóibín). La familia del escritor alemán acababa de mudarse de su ciudad natal, Lübeck, a Múnich tras la muerte del padre de familia.

Poco después pensé que, siguiendo esa premisa, la del libro que uno está leyendo, también se podrían plantear otras propuestas similares a la pregunta expresada anteriormente. Por ejemplo, la música que escuchas. ¿Qué música escucharías si fueses un personaje del libro que estás leyendo? ¿Qué música emana el libro que estás leyendo? En el caso del libro que antes citaba la música que deviene de esa lectura es la del compositor alemán Gustav Mahler, personaje que aparece de refilón puesto que de él se habla y con él, y su música, conviven los protagonistas de la historia. Por ejemplo:

—¿También a ella le gusta Mahler? —preguntó Lula.

—Gustav Mahler es un buen amigo suyo —respondió Katia, que esbozó una sonrisa inocente—. Él siempre dice que Viena sería perfecta si mi madre viviera allí. La admira muchísimo, pero ella no puede vivir en Viena porque mi padre trabaja aquí.

—¿Y a su padre no le importa que Mahler diga eso?

—Por suerte mi padre nunca escucha a nadie. Oye música. Quizá eso le baste. Por tanto, no sabe lo que dice Mahler.

Y, como no puedo irme a vivir a Lübeck o a Múnich, lo que sí puedo hacer es escuchar la música que escuchaban aquellos personajes. Así que en ello estoy, combinando la lectura con la escucha de las sinfonías de Mahler. Experiencia esta que pienso aplicar a partir de ahora a mis lecturas y, aunque no siempre será tan evidente como sucede con este libro, escucharé la música que de alguna forma deviene de la lectura.