Escribía Muñoz Molina hace unos días un artículo titulado Por la ventana. En El Ilustre Cenáculo, lugar en el que se sigue rindiendo homenaje al escritor que durante un tiempo nos acogió en su casa virtual enlazando sus artículos, dejé escrito lo que ahora hago extensivo para los lectores de La Girola.
De niños no hacía falta asomarse a la ventana para ver lo que pasaba en la calle, para ver quien pasaba por la calle. Éramos niños de la calle, ese sintagma que con el tiempo vino a significar algo tan distinto de lo que para mi infancia representa. Éramos niños que jugábamos en la calle durante el día; y por la noche, en las noches de verano, seguíamos haciéndolo hasta que la calor «aflojaba». Nos sentíamos observados a través de la ventana de la vecina solterona que, ligera de quehaceres domésticas, ejercía de ojeadora y gruñona a la par.
De joven, siendo estudiante de magisterio, nos asomábamos a las grandes ventanas de aquel piso de la Avenida Granada para atisbar las ventanas de enfrente, las ventanas de pisos de «estudiantas». Era el inicio de un voyeurismo sencillo, casi inocente, que algún compañero de piso elevó de categoría proporcionando al grupo unos prismáticos de algún familiar cazador.
Fueron pasando etapas de la vida y el balconear se hizo rutina en los días de verano que comenzamos a vivir mirando al Mediterráneo. Esos días, este año han alcanzado el récord de cincuenta, de los cuales muchas horas han sido horas balconizadas, horas de evasión mirando a los que pasaban enmascarillados por el jardín, a los que se dirigían a la playa… Pura observación y dejadez mental.
Y desde que Esto comenzó, desde aquel mediados de marzo, sí que he mirado mucho a través de la ventana, sí que he descorrido suavemente las cortinas, cual si fuese un espía vecinal, para ver lo que pasaba fuera. Pero, apenas pasaba nada, apenas pasaba nadie. He oteado las cuatro esquinas que puedo ver asomándome a una u otra fachada, he mirado el parque con su zona infantil clausurada desde hace tantos meses, he visto el azahar de los naranjos caer en silencio y he imaginado lo que no sucedía. Qué mejor ejercicio que mirar a través de los hierros de la ventana e imaginar lo que pudiese estar ocurriendo en el interior de las casas cerradas, de los balcones con las persianas bajadas que tan sólo se abrían unos minutos al día.