En la mañana fría de enero el viejo laurel le da la espalda al olivar y al cielo que se empecina en permanecer despejado. El que siempre fue árbol perenne hoy se muestra desnudo de sus hojas aromáticas. El viejo laurel ahí plantado, en lo que parece su agonía, aunque en su parte delantera asoman varetas que intentan tomar el relevo, llegó hace ya muchos años a lo que hoy es borde de era. Pero antes de llegar a ese lugar elevado tuvo otra vida.
Él ya estaba en la casa cuando yo llegué a ella siendo un niño de muy pocos años. Se disputaba el espacio del gran patio empedrado con el naranjo, el limonero, la parra y el melocotonero. Se rodeaba de ficus y aspidistras y en verano rivalizaba con el jazmín de enfrente. Se apoyaba en la pared medianera con la sala en la que mi padre descarnaba los cerdos de la matanza y en la que se guardaban los melones del verano. Creo recordar que cuando se hizo la obra del nuevo cuerpo de casa el laurel estorbaba para la obra que iba a ampliar la vivienda.
Fue entonces cuando viajó al cortijo y retomó su vida en ese otro patio, el que separaba la cocina y los dormitorios de la cuadra, el patio al que daban algunas salas en las que durmieron segadores y meloneros. Allí, junto a la adelfa, que también viajó de la casa al campo, el laurel exhibía frondosidad y seguía suministrando sus hojas para guisos y fritos. Luego, cuando el viejo cortijo fue demolido por el paso del tiempo y los robos de sus tejas, quedó libre de paredes y comenzó una nueva etapa de su vida.
Plantado en el mismo lugar pero sin muros que lo cercaran, se asomó a la era y a las parcelas del rueo (las parcelas que rodeaban el cortijo), miró a la carretera que discurre recta durante tres kilómetros, se meció con el viento que antiguamente esperaban los ereros tras la trilla y antes de aventar la parva de trigo, conoció los cortijos de Marquillos y Malagón, el arroyo de La Leche y el camino Pedrique… Desde su atalaya vivió días de frío, de viento solano, de noches estrelladas. Y vio marcharse a quien lo trasladó de la casa al campo, a mi padre, aquel que tantas horas, tanta vida dedicó a todo lo que sigue rodeando al viejo laurus nobilis. Hoy lo he mirado en la soledad de la mañana fría de enero y he vuelto a mi infancia de niño de patio y aroma de laurel.