Cuando volví del permiso por las maniobras en Zaragoza era ya un “abuelo” porque el próximo reemplazo en “estar lili” (licenciarse) sería el mío. Teóricamente eso debería ocurrir a mediados de octubre, para cumplir los quince meses reglamentarios, pero generalmente era a finales de septiembre cuando licenciaban al tercer reemplazo del año anterior.
En realidad ya ejercía de cabo casi abuelo antes de ir a Zaragoza. Por ejemplo cuando me ofrecí voluntario para recibir a los reclutas que llegaban de los centros de instrucción. Lo hice porque odio las novatadas. Afortunadamente a mí no me habían gastado ninguna cuando llegué (aunque sí a otros que llegaron conmigo) y quería que los reclutas que llegaban ahora no tuvieran que padecer ninguna humillación. Así que esas tardes no salía de paseo y me iba a la puerta de vehículos por donde entraban los novatos para llevarlos hasta el edificio de la compañía. Era una forma de darles protección puesto que si algún veterano quería gastarles una novatada se les paraban las ganas cuando el “cabo abuelo” (ya lucía barba y cara de mala leche) les decía que los recién llegados eran “sus esclavos”, o alguna otra barbaridad de ese estilo que servía para trazar la frontera entre aquellos energúmenos ansiosos de gastar bromas más que pesadas y quienes acaban de llegar con el susto en elcuerpo. Luego se tranquilizaba a los novicios diciéndolos que ya estaba todo arreglado y que dormirían sin problemas.
Pasar julio y agosto en Córdoba, en un cuartel, tiene su mérito. Deberían darle a uno alguna condecoración de esas que llaman al valor, pero que en este caso sería al calor. Al calor sofocante que llegaba a ser angustioso por momentos. Afortunadamente el edificio de la compañía era de gruesas paredes y altos techos, lo que aliviaba algo el tormento de esas tardes veraniegas en las que el asfalto de las calles cordobesas se derretía como las ganas de que aquello acabase. Las actividades diarias disminuían el ritmo porque los oficiales y suboficiales aprovechaban para turnarse y coger sus vacaciones. Las marchas mañaneras a campos de entrenamiento en las afueras de Córdoba eran mínimas, las sesiones de instrucción y preparación física más cortas, y las tardes con más horas de descanso y paseo. La rutina diaria era más llevadera en ese sentido. Pero los servicios de arma seguían igual: guardias, retenes y patrullas no faltaban. Recuerdo particularmente las patrullas nocturnas, de madrugada, alrededor del cuartel que, aunque retrasaban su hora de comienzo, suponían encontrarte con la gente que andaba por la calle huyendo del calor de los pisos mientras uno iba con el Cetme cargado de munición real.
Sin maniobras ni servicios especiales se pasó julio contando los días que me quedaban. Cumplí con la tradición de colocar un calendario en el interior de la taquilla para ir tachando los días. Ello parecía alargar aún más la duración del tiempo. Lo compensaba con un trago al bote de leche condensada La Lechera, que guardaba en la taquilla, al que diluía con otro de agua a continuación. Así iban pasando los días de verano en los que uno trataba de cumplir con el mayor número de artículos del “Decálogo del abuelo”
1.- El abuelo amará su cama como a sí mismo.
2.- El abuelo descansará de día para dormir de noche.
3.- El abuelo no cumple órdenes, sólo hace favores.
4.- Si un abuelo ve a otro escaqueado, se unirá a él.
5.- Si un abuelo se duerme en horas de instrucción, se suspenderán todas las actividades ruidosas del
cuartel para que duerma feliz.
6.- El abuelo y sólo el abuelo andará despacio y con la gorra ladeada y sucia.
7.- El abuelo pensará siempre en todos sus reclutas.
8.- El abuelo fumará gratis y le serán pagados sus bocatas en todo lo que le quede de mili.
9.- El abuelo no pasa revista.
10.- El abuelo no se licencia, cuando se cansa de la mili se va y punto.
Llegó agosto con la misma rutina, con eternos días de calor y con tardes en las que ni siquiera apetecía salir de paseo porque había que volver cuando realmente se estaba bien en la calle. Además, la gorra de bonito, ese tocado ancestral con el que uno iba disfrazado, en tardes calurosas te hacía sudar y te recalentaba la cabeza en el sentido físico de la expresión. Era una pereza vestirse y pasar revista para poder salir por lo que muchas tardes las pasaba en la compañía leyendo, viendo la tele o echando unas cartas con los compañeros.