Historias de la p… mili (XXIII) – “Epílogo”

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Cuando te licenciabas te daban la “blanca”, es decir la cartilla militar en la que constaba la Unidad Militar a la que tenías que incorporarte en caso de ser llamado durante el servicio eventual.

 

 

 

 

 

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El servicio eventual en mi caso duró desde la salida de Lepanto hasta el 15 de julio de 1.980. A partir de esa fecha pasé a la situación de reserva. En tal situación también podías ser llamado para incorporarte a la Unidad Militar de Movilización. En mi caso, como consta en la cartilla militar, era el Regimiento de Infantería Argel 27 de Sevilla.

En situación de reserva estabas diez años

 

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Mientras estuve en situación de reserva tenía que presentarme en el cuartel de la Guardia Civil cada verano para pasar revista. Llegaba al cuartel, presentaba la cartilla, te rellenaban la hoja correspondiente, ponían el sello y la firma del comandante de puesto y hasta el año próximo. Cumplido ese plazo te concedían la licencia absoluta.

Historias de la p… mili (XXII) – “Licencia”.

Volvimos a finales de septiembre; debieron ser dos o tres días antes de finalizar el mes. Era una sensación extraña porque ya no sentía que estuviera en la mili. Todo se había felizmente precipitado con el inesperado permiso. Así que cuando volví era consciente que aquella historia llegaba afortunadamente a su final.

Aproveché para cumplir una promesa que le había hecho al barbero del batallón que me cortaba el pelo cuando lo tenía un poco largo para poder salir de paseo. Puesto que me había dejado barba en el mes de febrero, cuando estuve de guardia en El Vacar, y no me la había rasurado desde entonces, él siempre me decía que el día que decidiera cortármela me pusiera en sus manos y tijeras. Como además era una barba casi “legionaria”, pues siempre la tenía al límite de lo permitido, suponía casi un ritual de licenciatura para ambos, ya que éramos del mismo reemplazo. Así que cumplí con mi promesa el día antes de licenciarme.

clip_image002 El treinta de septiembre por la mañana los cabos y soldados del tercer reemplazo del 78 (aunque yo era del 77) no fuimos a la instrucción; nos quedamos en la compañía para entregar el material y la ropa que el ejército nos había “prestado” durante todos esos meses. Había quien se quedaba con algo que, poniendo alguna excusa, podías conservar (toalla, zapatillas de deporte…). Yo lo entregué todo. No quería recuerdos materiales de esos meses.

A media mañana, vestidos de paisano, atravesábamos el cuerpo de guardia de la puerta principal sin necesidad de saludar. Era el fin de una historia que había comenzado catorce meses y medio antes, la tarde que llegué al Centro de Instrucción de Reclutas número 5 de Cerro Muriano.

Como datos curiosos añadiré dos más. Ese día parece ser que había quedado con mis padres para que me recogieran y volver a casa, ya que ellos tenían que ir a Córdoba para un asunto particular. En algo debimos no entendernos porque yo me fui con mis colegas a celebrar la licenciatura hasta bien entrada la tarde y ellos se fueron para Castro, sin encontrarnos. Así que cuando llegué al pueblo mi madre estaba de los nervios pensando que me había pasado algo (cosa normal en ella). La situación no tuvo más transcendencia porque la alegría por haber acabado la mili suplió la falta de coordinación que habíamos tenido.

clip_image004 La otra curiosidad está relacionada con el trabajo. En teoría yo tenía que haberme incorporado como maestro el uno de septiembre, justo el día que me dieron el permiso. Pero en aquella época la delegación de educación funcionaba tan mal como el ejército. Así que el nombramiento para Espiel, mi primer destino, se retrasó hasta primeros de octubre. Todo lo mal que me habían venido las cosas al principio de esta historia, con la coincidencia de la incorporación al campamento y las oposiciones de Magisterio, ahora era al contrario. El retraso en el nombramiento como maestro me permitió terminar la mili sin problemas e incorporarme varios días después a la escuela. Pero recordando aquellos días tan malos de julio del setenta ocho en Cerro Muriano pensé que ahora que estaba ya licenciado podía permitirme alguna “licencia”. Así que a primeros de octubre volví a Lepanto para solicitar un justificante que me pedían en la delegación de Educación en el cual constara que durante el mes de septiembre había estado incorporado a filas. Lo cierto es que en la delegación no me habían pedido nada. Pero quería darme el gustazo de volver y entrar al cuartel como paisano, sin obligaciones militares. Crucé la puerta principal y en el cuerpo de guardia expliqué el motivo que me llevaba hasta allí. Un soldado me guió hasta la 6ª compañía (ese camino que tantas veces había recorrido de mala gana). Tuve mala suerte porque a esas horas no había prácticamente nadie en el edificio. Le expliqué al furriel lo que solicitaba y, como ya me conocía, me dijo que no me preocupara, que lo arreglaría y me lo mandaría por correo a mi casa. Fue una decisión que hoy no repetiría. Fue también la última vez que entré en el cuartel de Lepanto.

Historias de la p… mili (XXI) – “Permiso inesperado”.

            A mediados de agosto radio macuto comenzó a difundir una noticia esperanzadora. Como ya he dicho anteriormente la fecha oficial de la licencia sería a mediados de octubre pero en realidad lo hacían a finales de septiembre. Así que me quedaba mes y medio de mili. Pues bien, radio macuto informaba que a finales de agosto habría un permiso generalizado para toda la compañía por “ajustes económicos”. Las orejas se nos pusieron tiesas al escuchar tal notición. ¿Sería verdad? Meses antes había oído comentar a algunos veteranos que eso había ocurrido en alguna ocasión, así que había un precedente. Generalmente esas noticias iban relacionadas con el rumor de que algunos de los capitanes de cocina se “chupaban” el presupuesto y no quedaba dinero. Algo de verdad habría porque la calidad de las comidas solía variar de unos meses a otros.

            Increíblemente el rumor se hizo realidad. Pocos días antes de finalizar agosto nos dijeron que el uno de septiembre la compañía se iba de permiso. Lógicamente no nos dijeron las razones; tampoco hacía falta. No sería el mes completo puesto que había que volver dos o tres días antes de finalizar septiembre; nos daba igual. El hecho era que de golpe y porrazo nos quitábamos septiembre y eso suponía la licencia.

            Entre tanta buena noticia me llegó una mala. El uno de septiembre me tocó cabo cuartel. Le dije al furriel que cómo me hacía esa faena y que además a mí no me tocaba. Ser cabo cuartel suponía estar a cargo de la compañía hasta que se fueran todos y correr el riesgo de que pasara algo y el permiso volara. Me respondió que no era culpa suya, que el teniente le había dicho que ese día nombrara a un cabo veterano y que yo era el adecuado para organizar todo antes de que nos fuéramos. En aquel momento, en silencio, maldije mi demostrada eficiencia. Así que el día uno por la mañana el cuarto imaginaria me despertó antes que el corneta tocara diana. Levanté a la compañía sin ningún problema porque todos estaban eufóricos, y además contaba con la ayuda de mis colegas cabos-abuelos para que nadie se desmandara. Formé a la compañía, pasé lista y di el “sin novedades” al sargento semana. Mientras los demás desayunaban fui a asearme para poder pasar la revista de salida sin problemas. Cuando volvieron de desayunar yo estaba ya haciendo el inventario de cetmes y material que había que hacer todos los días a última hora pero que hoy había que adelantar. Firmé la hoja correspondiente y se la entregué al sargento. Me tomé mi particular desayuno (un buen trago de leche condensada, de mi particular despensa, y unas galletas) mientras me vestía de bonito al mismo tiempo que los demás. A la hora fijada, sobre las diez o diez y media volví a formar a la compañía para pasar la revista de salida. Fue la formación más fácil y rápida de todas las que tuve que hacer en todos los cabo-cuartel que me tocó. Era una imagen curiosa vernos a todos vestidos de bonito y con amplias sonrisas. El teniente apareció, mandé firmes a la compañía, le di novedades, pasó revista y me ordenó que mandase romper filas: “¡Compañía!, ¡descanso!, ¡rompan filas!” grité, alargando todo lo que pude el “rompannnnnn filas” mientras observaba las caras de mis colegas que pensaban sonriendo “¡acaba de una vez, pedazo de c…..!”. Saludé socarronamente al teniente D., al que por primera le vi esbozar una leve sonrisa. Mientras mis compañeros salían del edificio fui a las oficinas del cabo furriel para despedirme de él, cogí mi petate de la taquilla y salí solo camino de lo que era casi el final de mi servicio militar obligatorio.

Historias de la p… mili (XX) – “Verano en Lepanto”.

            Cuando volví del permiso por las maniobras en Zaragoza era ya un “abuelo”  porque el próximo reemplazo en “estar lili” (licenciarse) sería el mío. Teóricamente eso debería ocurrir a mediados de octubre, para cumplir los quince meses reglamentarios, pero generalmente era a finales de septiembre cuando licenciaban al tercer reemplazo del año anterior.

 

            En realidad ya ejercía de cabo casi abuelo antes de ir a Zaragoza. Por ejemplo cuando me ofrecí voluntario para recibir a los reclutas que llegaban de los centros de instrucción. Lo hice porque odio las novatadas. Afortunadamente a mí no me habían gastado ninguna cuando llegué (aunque sí a otros que llegaron conmigo) y quería que los reclutas que llegaban ahora no tuvieran que padecer ninguna humillación. Así que esas tardes no salía de paseo y me iba a la puerta de vehículos por donde entraban los novatos para llevarlos hasta el edificio de la compañía. Era una forma de darles protección puesto que si algún veterano quería gastarles una novatada se les paraban las ganas cuando el “cabo abuelo” (ya lucía barba y cara de mala leche) les decía que los recién llegados eran “sus esclavos”, o alguna otra barbaridad de ese estilo que servía para trazar la frontera entre aquellos energúmenos ansiosos de gastar bromas más que pesadas y quienes acaban de llegar con el susto en elcuerpo. Luego se tranquilizaba a los novicios diciéndolos que ya estaba todo arreglado y que dormirían sin problemas.

 

            Pasar julio y agosto en Córdoba, en un cuartel, tiene su mérito. Deberían darle a uno alguna condecoración de esas que llaman al valor, pero que en este caso sería al calor. Al calor sofocante que llegaba a ser angustioso por momentos. Afortunadamente el edificio de la compañía era de gruesas paredes y altos techos, lo que aliviaba algo el tormento de esas tardes veraniegas en las que el asfalto de las calles cordobesas se derretía como las ganas de que aquello acabase. Las actividades diarias disminuían el ritmo porque los oficiales y suboficiales aprovechaban para turnarse y coger sus vacaciones. Las marchas mañaneras a campos de entrenamiento en las afueras de Córdoba eran mínimas, las sesiones de instrucción y preparación física más cortas, y las tardes con más horas de descanso y paseo. La rutina diaria era más llevadera en ese sentido. Pero los servicios de arma seguían igual: guardias, retenes y patrullas no faltaban. Recuerdo particularmente las patrullas nocturnas, de madrugada, alrededor del cuartel que, aunque retrasaban su hora de comienzo, suponían encontrarte con la gente que andaba por la calle huyendo del calor de los pisos mientras uno iba con el Cetme cargado de munición real.

 

            Sin maniobras ni servicios especiales se pasó julio contando los días que me quedaban. Cumplí con la tradición de colocar un calendario en el interior de la taquilla para ir tachando los días. Ello parecía alargar aún más la duración del tiempo. Lo compensaba con un trago al bote de leche condensada La Lechera, que guardaba en la taquilla, al que diluía con otro de agua a continuación. Así iban pasando los días de verano en los que uno trataba de cumplir con el mayor número de artículos del “Decálogo del abuelo”

 

1.- El abuelo amará su cama como a sí mismo.

2.- El abuelo descansará de día para dormir de noche.

3.- El abuelo no cumple órdenes, sólo hace favores.

4.- Si un abuelo ve a otro escaqueado, se unirá a él.

5.- Si un abuelo se duerme en horas de instrucción, se suspenderán todas las actividades ruidosas del

cuartel  para que duerma feliz.

6.- El abuelo y sólo el abuelo andará despacio y con la gorra ladeada y  sucia.

7.- El abuelo pensará siempre en todos sus reclutas.

8.- El abuelo fumará gratis y le serán pagados sus bocatas en  todo lo que le quede de mili.

9.- El abuelo no pasa revista.

10.- El abuelo no se licencia, cuando se cansa de la mili se va y punto.

 

            Llegó agosto con la misma rutina, con eternos días de calor y con tardes en las que ni siquiera apetecía salir de paseo porque había que volver cuando realmente se estaba bien en la calle. Además, la gorra de bonito, ese tocado ancestral con el que uno iba disfrazado, en tardes calurosas te hacía sudar y te recalentaba la cabeza en el sentido físico de la expresión. Era una pereza vestirse y pasar revista para poder salir por lo que muchas tardes las pasaba en la compañía leyendo, viendo la tele o echando unas cartas con los compañeros.

Historias de la p… mili (XIX) – “Maniobras en Zaragoza – 7. El viaje, de regreso”.

El octavo día fue el último del campamento …………. (sigo sin recordar su nombre). Por la mañana, tras el desayuno, tocó limpieza del armamento, revista de todo el material, desmontar las tiendas… Dicho así parece poca cosa pero con la pesada y lenta ordenanza militar se pasó toda la mañana en esas tareas.

Al mediodía, tras el almuerzo volvimos a subir a los camiones para desandar el camino que habíamos hecho de noche hacía ya ocho días. Se repetía el proceso y el horario del viaje de ida, solo que ahora en lugar de viajar desde el cuartel de Lepanto hasta la estación de RENFE en Córdoba lo hacíamos desde el desmantelado campamento hasta la estación de RENFE en Zaragoza. Llegados a ella hubo que esperar a montar los vehículos, cargar armamento y material… y al atardecer comenzaba el viaje de vuelta.

No entro en más detalles porque sería repetir lo que ya conté en el de ida. Incluso en la minuta volvió a aparecer el foie-gras y las latas de sardina.

Tras otras veinticuatro horas de viaje llegamos a la estación de Córdoba. Sucios y malolientes, cansados, muy cansados tras once días fuera del “hogar”. Aquella noche el odioso cuartel de Lepanto me pareció un hotel de muchas estrellas: la ducha casi eterna, la cena de restaurante, la litera parecía tener un colchón de plumas… Y lo mejor de todo, que al día siguiente o como mucho al otro me iría una semana de permiso a mi casa con lo cual el mes de junio se había terminado y cuando volviera sería ya un “abuelo”, puesto que sólo me quedarían tres: julio, agosto y septiembre.

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Historias de la p… mili (XIX) – “Maniobras en Zaragoza – 6. El ataque final”.

Estábamos preparados para derrotar al ejército enemigo. Físicamente en forma gracias a las marchas diurnas y nocturnas, tácticamente preparados gracias a la coordinación con las unidades acorazadas, dotados del armamento adecuado, habíamos viajado en distintos vehículos y volado sin volar… El ataque final solamente podía significar la victoria. El día D había llegado.

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Por la mañana, tras el desayuno, todo se movilizó: soldados, camiones, ambulancias, cocinas… Formamos con el armamento y emprendimos una marcha de cuatro o cinco kilómetros. Establecimos posiciones desde las cuales partiría la ofensiva. Los suboficiales impartían las órdenes a cada sección y a cada escuadra, los lugares a ocupar, los movimientos que se realizarían, las cotas o colinas que había que tomar, la coordinación que había que mantener…

Al mediodía aparecieron los carros de combate y se colocaron entre las distintas secciones de fusileros. Aviones de combate sobrevolaron la zona (supuestamente para castigar las posiciones enemigas). Aquello parecía una película americana de la Segunda Guerra Mundial (el armamento no se diferenciaba mucho). Alrededor de la una, sorprendentemente, aparecieron los coches con los termos de comida caliente (debería ser parte de las maniobras) y poco después de comer nos avisaron que el ataque iba a comenzar.

Sobre las tres, los carros de combate se pusieron en marcha y nosotros avanzábamos corriendo a su lado. En un terreno seco y lleno de matojos, con el polvo que levantaban las cadenas, con la ametralladora encima y con el calor de la tarde, esperaba que aquello no durara mucho. Fue entonces cuando los carros se detuvieron y nos mandaron cuerpo a tierra. Monté la ametralladora y dieron orden de disparar (con munición de fogueo). Cuando terminé pude ver que la colina que teníamos que tomar estaba a unos dos kilómetros y, lógicamente, en terreno ascendente. Nuevas órdenes de avanzar, ya sin compañía acorazada, combinando avance y disparos. Así hasta llegar a la cima y encontrarnos que el enemigo había huido. Habían pasado casi tres horas desde el comienzo del ataque. Y aunque físicamente nunca me he encontrado como aquellos días, llegué agotado. Me tendí boca arriba durante un cuarto de hora; ese fue el tiempo que nos dejaron respirar porque acto seguido había que reunificar a la compañía. Y no fue cosa fácil porque algunos, en el fragor de la “batalla” se habían despistado y aparecieron en “casa del enemigo”.

Tras reunificar la compañía había que volver al campamento. Otra paliza de marcha. Pero… aparecieron los camiones. Creo que fue la única vez que me alegré de subir a ellos. Nos explicaron que no era un regalo por haber vencido sino que formaba parte de la movilización de vehículos. Sea lo que fuese, bienvenidos fueron.

Atardecía sobre el desierto de Los Monegros y la misión estaba cumplida. Una vez en el campamento pudimos disfrutar de la segunda “ducha de manguera” en nueve días. Era el momento de comentar lo que había pasado, gastarle bromas a los que se habían despistado y descansar. Al día siguiente comenzaba el viaje de vuelta.

Historias de la p… mili (XIX) – “Maniobras en Zaragoza – 5. “Vuelo sin motor”.

clip_image002 Como ya he dicho antes, las maniobras eran un gran movimiento de tropas en las que participaban distintas unidades del Ejército. Habíamos “visitado” ya a los tanquistas que nos darían apoyo en el ataque final. El sexto día tocaba doble visita a otras unidades. Por la mañana marchamos hasta el mismo campamento donde habíamos visto los carros de combate. Ahora tocaban los TOAs (Transporte Oruga Acorazado). Se trataba de realizar un ejercicio según el cual algunas compañías serían trasladadas por estos vehículos hasta determinados puntos de ataque. Así que nos dieron las pertinentes instrucciones para subir, viajar y bajar en TOA. Creo recordar que éramos doce los soldados que entrábamos en cada vehículo. Entramos corriendo por la puerta trasera, nos colocamos en nuestros lugares y el TOA comenzó a andar; después de un par de minutos de viaje el TOA se paró y nosotros bajamos y nos desplegamos en plan ofensivo. Así se fue toda la mañana. Pero por lo menos nos habíamos dado un paseo.

clip_image004 Volvimos al campamento para almorzar porque por la tarde tocaba helicóptero. No hubo que desplazarse mucho porque los vimos aterrizar cerca del campamento. Nos formaron y hacia ellos fuimos. Igual que con los TOAs, algunas compañías serían trasladadas por aire a diferentes puntos de ataque. Si por la mañana el paseo había sido corto, esperábamos que el vuelo fuera un poco más largo. Tras detalladas explicaciones teóricas sobre como subir, viajar y bajar del aparato iba a comenzar la práctica. Me extraño que el motor estuviera parado pero pensé que después habría otro ejercicio con el motor y las aspas en marcha. Así que con mi ametralladora a cuestas y seguido por mis dos soldados corro hacia el helicóptero, nos sentamos y abrochamos los cinturones y esperamos a oír el arranque del motor para comenzar a volar. Es cuando un sargento nos dice que ya estamos volando y que estemos preparados para bajar y desplegarnos. Locos estarían los romanos, pero éstos están “fumaos” pensé yo. A una determinada orden, las puertas se abren y bajamos corriendo mientras el sargento grita: “bajad las cabezas, cuidado con las aspas”. Me costaba correr porque la risa me dificultaba la respiración. Y ahí acabó mi experiencia aérea. Bueno, del todo no porque hubo que repetir el ejercicio otra vez. “Vuelo sin motor” lo bautizó alguien cuando cenábamos.

Llevábamos seis días en el campamento. Pero a diferencia de lo que dice la Biblia, en el séptimo día no descansamos. Porque ese era el día D.

Historias de la p… mili (XIX) – “Maniobras en Zaragoza – 4. “Durmiendo bajo las estrellas”.

El cuarto día tocaba visitar una unidad acorazada que participaba en las maniobras. Así que había que caminar para salvar los tres kilómetros que separaban ambos campamentos. Cuando llegamos al lugar nos recordaron la teórica del día anterior, sobre cómo deberíamos colocarnos junto a los carros en el ataque del último día. Luego nos dejaron entrar en aquellos habitáculos acorazados, en plan visita turística. Volvimos a nuestro “hogar” para el almuerzo de mediodía.

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De nuevo nos dejaban la tarde libre; dos consecutivas. Increíble. Pero… hasta las siete. A esa hora había que estar preparado con todo el equipo y el armamento. Nos forman y nos explican de qué va la cosa. Hay que realizar una marcha de diez a doce kilómetros para tomar posiciones y poder repeler un ataque que el ejército rojo tiene planeado realizar durante la noche. Nos reparten la cena fría en bolsas y cuando empieza a atardecer nos ponemos en marcha. Cuando ya es noche más que cerrada la compañía se va dividiendo en secciones para ir tomando posiciones. Yo con mi ametralladora ligera, los dos soldados servidores, una ametralladora pesada, un mortero (con sus cabos y soldados correspondientes) y una sección de fusileros mandados todos por un sargento nos quedamos en una pequeña colina que supuestamente tenemos que defender. Con pequeñas palas se cava una especie de trinchera-puesto de tirador donde colocamos las ametralladoras y morteros. Nos colocamos para esperar el “ataque rojo”. Se establecen turnos de guardia; yo tenía que repartirme la noche con los dos soldados que sirven la ametralladora. Los que no están de guardia duermen en sacos de dormir junto a su armamento. La noche es fría. Amanece y no hemos sido “atacados” porque nadie ha dado la voz de alerta ni en nuestra ropa hay manchas rojas que indiquen que hemos sido sorprendidos. Nos reorganizamos y emprendemos una corta marcha en la que toda la compañía se va reunificando. Llegan unos coches con el café caliente en grandes termos y unos bollos de desayuno. La bebida caliente entona un cuerpo dolorido por dormir pocas horas sobre el suelo y soportar una noche muy fría con solo un saco de dormir. Tras el desayuno de campaña los oficiales nos dan una charla sobre como hemos rechazado el ataque nocturno del ejército enemigo (”están locos estos romanos”, diría Obelix). Emprendemos la larga marcha hacia nuestro campamento al que llegaremos casi a mediodía. La tarde se dedica a la limpieza del armamento y a descansar. Llevamos cinco días en el campamento de Los Monegros.

Historias de la p… mili (XIX) – “Maniobras en Zaragoza – 3. Granadas y piedras”.

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El segundo día por la mañana estuvimos realizando ejercicios de tiro. Cada uno con su armamento reglamentario, como hacíamos en Cerro Muriano. Por la tarde tocó marcha, unos cuatro kilómetros hasta llegar a un barranco. Allí nos detuvimos. Llegaron unos jeeps de los que descargaron unas misteriosas cajas. Nos distribuyeron en grupos y el sargento explicó el ejercicio a realizar: lanzamiento de granadas de mano. El suboficial hizo la demostración. Al borde del barranco cogió la granada, piernas abiertas y de lado al precipicio, quitó la anilla de seguridad y arqueó el brazo lanzando el artefacto explosivo barranco abajo: ¡boomm! Nos llamaron a los cabos (recuérdese que teóricamente éramos los más “espabilaos” porque teníamos estudios) para repetir la actuación. Nos dieron todas las recomendaciones para que nada fallara; sobre todo que una vez quitada la anilla había un tiempo mínimo para lanzarla barranco abajo. A diferencia de los primeros ejercicios con cetme y la única sesión de tiro con pistola, no hubo problemas: ¡boomm!, ¡boomm!, ¡boomm!… Ahora les tocaba a los soldados. Sorprendentemente el sargento mandó cerrar las cajas de las granadas y recoger de los alrededores algunas piedras del tamaño aproximado de las bombas de mano. ¿Para qué? Efectivamente, los soldados repetirían el ejercicio simulando que la piedra era la granada: borde del barranco, posición lateral, piernas abiertas, quitar la anilla, lanzar arqueando el brazo y…¡boomm! El sonido lo hacía el resto del grupo simulando (con bastante cachondeo) la explosión; hasta que el sargento mandó callar y las piedras-granadas “explotaban” en silencio. Vuelta al campamento y esa noche…a dormir de un tirón

El tercer día nos dieron la “teórica” sobre el despliegue del ataque final. Realizamos ejercicios por secciones, simulando el avance que haríamos junto a los tanques. Perdón, tanques…no, carros de combate. Porque “tanques los llaman los civiles”, repetía el capitán, hombre no muy espabilado y que se dejaba llevar bastante por el teniente. Nos dejaron la tarde libre y las bromas corrieron por todo el campamento llamando al ficticio peluquero que nos cortara el pelo a la medida reglamentaria, limpiando imaginariamente las botas hasta dejarlas relucientes e imaginando los bares a los que íbamos a ir cuando llegara la hora de paso para tomar unas cervezas frescas. Pero entre tanto cachondeo hubo algo novedoso: nos pudimos dar una “ducha-manguera” después de cinco días; tres de ellos en los Monegros, donde durante el día hacía calor y por la noche frío.

El resto de la tarde transcurrió entre la siesta, charlar con los colegas de tienda y echar unas manitas de cartas. Por fin una tarde de descanso y una noche completa para dormir. Todo un lujo después del ajetreo de los días anteriores.

Historias de la p… mili (XIX) – “Maniobras en Zaragoza – 2. Campamento y marcha”.

Unas maniobras empiezan en el momento que te subes al camión en el cuartel y acaban cuando te bajas del camión en el cuartel. Eso decía un sargento de la compañía. Y era cierto. Las veinticuatro horas de viaje en las condiciones que he contado anteriormente (ay, esas latas de sardinas) fueron la primera prueba. La segunda vino después de dejar atrás la estación de Zaragoza. Deberían ser las siete de la tarde. Radio macuto había difundido el rumor según el cual esa noche nos llevarían a algún cuartel de Zaragoza para asearnos, descansar del viaje y empezar al día siguiente. El rumor no se convirtió en realidad. Los camiones salieron de Zaragoza y el convoy comenzó a desviarse por carreteras cada vez más secundarias hasta llegar a circular por caminos de tierra y polvo. Anocheció. Efectivamente, el sargento tenía razón. Aquello también era parte de las maniobras. Tras más de tres horas de viaje el convoy se detuvo. Con las luces de los camiones encendidas nos hicieron bajar, distribuirnos por secciones y… montar las tiendas de campaña. Habíamos llegado al que sería nuestro “hogar” durante los ocho días siguientes. Ese hogar tenía el nombre de “Campamento …………….” (nombre de un conquistador español que ahora no sabría concretar: ¿Pizarro, Almagro…?). Montar las tiendas a esas horas y con esas luces no fue tarea fácil. Una vez acabada la faena se establecieron las guardias nocturnas para dar seguridad al campamento. Afortunadamente no me tocó y pude dormir desde la una de la noche hasta las siete de la mañana, hora en la que el corneta tocó diana.

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Cuando salí de la tienda pude ver el paisaje árido en el que estábamos acampados. Había algunos árboles diseminados de lo que parecía haber sido antaño un bosquecillo.

El desayuno supo a gloria porque hacía casi dos días que no tomaba nada caliente. La mañana fue tranquila y transcurrió entre actividades de organización del campamento y charlas sobre el objetivo de las maniobras y las actividades que se iban a realizar. Por lo visto había dos ejércitos (rojo y azul), enfrentados para tomar diferentes posiciones estratégicas. Nosotros éramos, naturalmente, el ejército azul.

A mediodía las cocinas móviles nos prepararon unas deliciosas lentejas y unos exquisitos palitos de pescado. Después de dos días a base de foie-gras y sardinas en lata todo estaba delicioso. Cada uno tenía una bandeja de acero inoxidable con diversos compartimentos para el primer plato, el segundo y el postre. Como todavía estábamos acabando de montar el campamento las cisternas no habían llegado con el agua, con lo cual hubo que limpiar la bandeja con tierra y un matojo de hierba seca. La tarde fue tranquila y hubo poca actividad. Por la noche ya había agua y se habían instalado una especie de letrinas: “hogar, dulce hogar”. El agua de las cisternas era utilizada solamente para beber y lavar la bandeja y los cubiertos. Llenábamos la cantimplora, que permanentemente colgaba del cinturón, para lavarnos las manos y la cara. No había más aseo.

Después de cenar todo indicaba que llegaba la hora de dormir. Pero no. Tocaba marcha nocturna. Con todo el equipo y el armamento correspondiente salimos sobre las diez de la noche y volvimos sobre la una de la madrugada. Tres horas andando por sendas que intuyo no se alejaban mucho del campamento. Otra noche de pocas horas y escaso descanso.