Tras la tormenta

El sábado atardeció de manera súbita. La radiante luz de los días anteriores desapareció asustada cuando aparecieron las nubes por encima del Cerro Morrión. Minutos después se desencadenó la tormenta jaleosa, repleta de ruidosos truenos y exuberante en el relampagueo. Descargó casi veinte litros en pocos minutos, atosigó al sumidero del patio y lo convirtió en una piscina con varios centímetros de agua granizada. Al rato desapareció con la misma presteza con la que había llegado.

El domingo por la mañana recibo fotos que dan testimonio de la lluvia caída lejos de aquí, allá donde el trigo espera su tiempo de siega y el girasol florece. El camino que tantas veces he subido aparece encharcado pero allí la tormenta no tuvo la furia que demostró en casa. No hubo daños y espero que los treinta litros allí caídos ayuden a la grana de la pipa oleaginosa.

Animado por la humedad y el frescor que me transmite la foto salgo a caminar en la mañana dominical. Los arriates de los parques y jardines muestran una tierra mojada, agradecida. Sobre los pétalos de algunas rosas todavía quedan pequeñas gotas. Abandono el pueblo y me encamino por la vía de servicio paralela a la autovía. Antes de llegar al puente escucho el estruendo de las aguas turbulentas del arroyo Salado cuyo cauce ha pasado del estiaje al caudal alborotado. De vuelta, paso junto al Guadalquivir. El río grande ha acogido en su amplio seno aquellas aguas desbocadas y ruidosas del arroyo domándolas hasta convertirlas en un remanso de quietud. La gran estructura que soporta la autovía traquetea con el paso de los camiones y rompe el silencio fluvial.

Continuo mi caminata y me adentro en el pueblo cuando el sol vuelve a recuperar el poder que por un rato perdió la tarde anterior.