Desde mi sombrilla 2012: No se va al mar para ver gente

La playa se convierte estos días de viento apacible en un  mundo perfectamente diferenciado, un planeta Tierra con dos nítidas latitudes o dos claras longitudes: el norte y el sur, o el este y el oeste, equivalen  en la playa a la mañana y la tarde. Veamos.

La tarde es aglomeración, bullicio de familias con niños del pueblo, esos tiernos infantes que anoche se acostaron tarde y hoy se han despertado con fuerzas renovadas e inagotables. Esos niños van acompañados con madres que gritan órdenes constantemente sobre cualquier tipo de actividad: baño, alimentación, higiene, relaciones personales…que realizan sus criaturas. Es un vano intento de ordenar el mundo a base de voces. ¿Los padres? Son una especie rara avis: deben estar trabajando o han preferido el descanso hogareño. A esas familias, ocasionalmente monoparentales (o monomarentales, si es que existe tal palabra), se les unen grupos de jóvenes adolescentes cuyo objetivo es demostrar sus cualidades atléticas y natatorias a base de carreras, saltos y zambullidas circenses. Por último, suelen acudir también por la tarde parejas de jóvenes enamorados que no organizan ningún escándalo vocal pero que sí parecen organizarlo (el escándalo, me refiero) de tipo bucal, en concreto, o corporal, en general, según he oído comentar en alguna ocasión a alguna de las mamás vocingleras, por el afán que tienen esas parejas de romeosjulietas en mostrar determinadas ansias amatorias en lugar público.

Por la mañana el ambiente playero es distinto, todo está más relajado, se oyen conversaciones en voz baja, abundan los veraneantes que pasan unos días (unos más, otros menos) alejados del calor del interior peninsular, la gente suele leer la prensa o algún libro… En esas estaba yo cuando me paro a observar una actitud que en esta franja horaria se da a menudo y que por la tarde no ocurre por las circunstancias de alboroto antes descritas. Tal actitud es la que tienen algunos veraneantes en forzar situaciones de amistad salina, esas relaciones forjadas a base de salazón y vientos marinos por las cuales cuando uno coloca su sombrilla cerca de alguien ese alguien se cree con la obligación de entablar conversación con aquél que ha puesto su pica en Flandes y acaba de tomar posesión de las tierras arenosas que delimita la sombra de la sombrilla. Declaro marinamente que  no soy un ser asocial, pero esas personas que quieren hacer de la playa un lugar de encuentro en el que surjan nuevas y veraniegas amistades deberían apuntarse a viajes organizados de esos que incluyen actividades colectivasas para tales fines. También podrían entretenerse leyendo  el libro que precisamente tenía ante mis ojos cuando una de esas situaciones de amigos estivales para siempre me distrajo de la lectura. De ese libro son las siguientes líneas, que vienen como flotador a nadador inexperto:

“Mi abuela tenía la tesis de que en los viajes no se deben hacer amistades; que no se va al mar para ver gente (ya queda tiempo para eso en París), que los amigos le harían a uno perder en cumplidos y en frivolidades el tiempo precioso que nos es menester para pasarlo todo al aire libre, delante de las olas…”

Marcel Proust – A la sombra de las muchachas en flor

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