Los libros no cruzaron el océano (2 de 3)

clip_image002El último día que acudí a la biblioteca, justo el de antes de volver a mis secarrales castellanos, entré como siempre por la puerta cercana a la bibliotecaria para saludarla con el habitual y mitigado buenos días. Observé entonces que no era ella la que se encontraba tras la mesa sino un hombre de edad jubilar, pelo cano y gafas caídas sobre su prominente nariz. Me coloqué en mi lugar habitual y la rutina de visitantes asiduos se repetía como en días anteriores. Cuando hube terminado mi repaso a internet miré la hora y comprobé que eran más de las doce. El hombre, cuyas músicas navegaban desde el otro lado del Mar de los Sargazos, no había venido hoy. Intrigado, alargué mi lectura esperando verlo aparecer con ese andar cadencioso, lánguido, con un bamboleo marinero que no era habitual en estos tiempos de prisas inciertas. Pasaban los minutos y el buen señor seguía sin asomar. A ello se unía también la ausencia de la bibliotecaria, con la que ya había creado una relación de cierta confianza, basada en el intercambio libresco y en el cruce de circunstanciales opiniones sobre literatura, pero de la que curiosamente desconocía incluso su nombre. Por ello decidí esperar a que se acercase la hora del cierre y preguntar al bibliotecario eventual si conocía el motivo de tal ausencia pues me hubiese gustado despedirme de ella.

Faltaban poco más de cuarenta minutos para las dos de la tarde (hora del cierre) y hacía casi media hora que solo el bibliotecario y yo estábamos en el edificio. Favorecido por esa soledad compartida me atreví a preguntarle si sabía el por qué la bibliotecaria no había venido hoy, argumentándole que era una despedida cortés la razón de tal pregunta. El hombre, que parecía estar deseando mantener una conversación, se levantó de su sillón y se acercó a mi mesa de lectura.

– Pues sí, sí que lo sé. Pero antes me presentaré, me llamo Remigio Sánchez – dijo mientras extendía la mano – y soy bibliotecario recién jubilado.

– Encantado Remigio, soy Fernando Calatrava.

– Pues mire usted, don Fernando, hoy he bajado de la metrópoli -así llamó al pueblo del que dependía municipalmente la pedanía costera- porque el edil de cultura, amigo de toda la vida, me llamó anoche para pedirme el favor de abrir este lugar, donde tantas horas pasé hasta no hace mucho, y mantenerlo operativo durante esta jornada y alguna más de las venideras.

– Don Remigio, sé que la cuestión económica anda mal… pero tanto como para reclutar a los que ya tienen “la blanca”, no me lo esperaba – dije sonriendo y utilizando esa metáfora sacada del antiguo servicio militar obligatorio que Remigio, abriendo los ojos en recuerdo de otros tiempos, entendió a la perfección pues por edad no andamos uno tan lejos del otro.

– No, hombre, no. Que más quisiera yo que ese hubiese sido el motivo. Ya sabe usted que peor que la pérdida monetaria es la pérdida vital. Le explico: ayer tarde murió un buen amigo mío.

Iba a presentarle mis condolencias cuando el hombre volvió a hablar sin apenas hacer una mínima pausa, costumbre que volvería a comprobar en repetidas ocasiones, ni importarle lo más mínimo que yo no hubiese cumplido con el ritual de las buenas costumbres soltándole alguna expresión del tipo “lo siento mucho” o “no somos nadie”.

– Pues sí, como le digo, don Fernando, un traicionero infarto imprevisto –intenté decirle que todos los infartos son imprevistos, pero Remigio no me dio tiempo para meter la baza que relaciona cardiología y azar- se lo ha llevado allí donde descansan los espíritus. Si ha visitado usted este sancta sanctórum de la cultura los últimos días debe haberlo visto por aquí. Un señor mayor, bastante alto, de piel aceituna y andares pausados, que suele, solía, ir escuchando música a través de unos auriculares. ¿Sabe quién le digo? –iba a responderle afirmativamente pero la locuacidad de Remigio no tenía pausas, así que me contenté con una afirmación de cabeza-. Pues ese era mi amigo Félix Manuel Salcedo, bibliotecario jubilado como yo. Pero él llegó desde la isla grande del Caribe, donde según me contaba había sido bibliotecario en su pueblito costero y por ello, después de dar vueltas por el territorio peninsular español, decidió afincarse aquí, porque este lugar le recordaba aquél donde nació y vivió.

[Continuará]

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