Poco después de amanecer, pasadas las siete y media de la mañana, el termómetro del coche marca 21º grados y por la ventanilla entra un aire tan fresco y natural como una colonia de bebé. No es difícil imaginar que diez horas después esa temperatura se habrá multiplicado por dos y el aire, si es que se mueve, será abrasador, sahariano.
Abandono la carretera y me adentro por el camino polvoriento. Hace ya más de cuarenta días que segamos el trigo y desde entonces no he vuelto. Hoy toca el peritaje de ese fantasmal girasol que ven en la imagen. Recuerdo la buena nascencia que tuvo, las plantitas verdes alineadas en perfectas hileras. Luego, pasaron los días y las semanas, la lluvia no llegó y el resultado son esas escuálidas panochas (capítulos, los llama el perito que ha venido a tasar) que esconden pipas diminutas, muchas de ellas vanas, en una tierra reseca que abre sus entrañas al sol inclemente. Dice el perito que la mínima cosecha dará para pagar la siega y el transporte de los pocos kilos que saldrán de ese paisaje. Esperemos que así sea y que la ayuda del seguro valga para compensar parte de los gastos. Si eso es lo que hay, con eso nos apañaremos… decía mi padre en circunstancias parecidas. Y a eso me atengo, a su recuerdo y a su estoicismo.
Terminada la peritación me encamino a la factoría de Pastas Gallo. Es hora de hacer caja y recoger la liquidación del trigo entregado hace más de un mes. Va uno pensando en eso que llaman “los mercados”, la cotización del trigo duro tipo 1 en la lonja, los barcos de Ucrania que salen de Odesa cargados de cereales y en todas las variables que intervienen en este asunto y en el que uno es simple invitado sin voz ni voto.
Llego a la barrera de la factoría y, desde que la covid-19 trastocó algunas costumbres, no dejan acceso a la oficina sino que es en la garita del guarda donde uno firma y recoge la liquidación pactada anteriormente por teléfono con el administrativo de la fábrica. Falta uno de los papeles, el sol calienta sin contemplaciones, no hay más sombra que la de la cabina, el papel no aparece, los 21º grados pasaron a la historia hace tiempo, el guarda convertido en temporal oficinista busca en varias carpetas y el papel sigue sin aparecer, me refugio en la sombra de la “oficina” del operario multifacético, éste se percata de mi “acalorada” situación y me abre la puerta del habitáculo refrigerado. Un alivio. Comunica con la oficina por teléfono y el papel aparece por una impresora. Otro alivio. Firmo y me marcho agradecido, aunque el ingreso del dinero tardará unos días en hacerse realidad. Ya saben, los trámites financieros, las transferencias bancarias y toda esa martingala en la que el agricultor, también en esto, es un invitado sin voz ni voto.